El 16 de noviembre nos llegó este correo, claramente «no solicitado» pero que no llega a «spam», de uno de los hortelanos:
Salíamos del huerto «del Siglo» cuando Alberto, mi hijo de seis años, me respondió. «No, papá, no me lo he pasado bien». Esperó tres segundos, sonrió encantado ante mi cara de decepción, y continuó: «Me lo he pasado GENIAL». Su hermana Ana asintió enfáticamente. «¿Podemos volver el próximo domingo, papá?». «Claro que sí». Hoy miércoles me lo han vuelto a pedir; eso sí, con las bicis, porque «como el huerto es ecológico…». Me encantan las conexiones de los niños; quizá todavía hay esperanza. Quizá no les cueste apenas olvidar los coches y comer calabacines de sus huertos; quizá inventen otro modo de ser felices dejando el planeta, como el bosque donde acampan los boy scouts, mejor que lo encontraron. No como nosotros, domingueros irresponsables.
La verdad es que no esperaba que nos lo pasáramos tan bien. Era la primera vez que «bajábamos» al huerto (vivimos cerca de la plaza del Encuentro, así que realmente todo el camino al cole es cuesta abajo… a la ida, claro). Pensé que los niños se cansarían enseguida de ir con la carretilla para arriba y para abajo, de sembrar lentejas y de tomar aperitivos. Ahora que lo pienso, no sé por qué pensé nunca que pudieran cansarse de esto… es como jugar en la playa, pero a lo grande. Y en la playa se les pasan las horas…
Realmente el que se lo pasó mejor fui yo, pero no se lo digáis a nadie. Me cansé lo justo, con esa sensación casi placentera que te hace recordar que tienes un cuerpo y no eres un periférico del ordenador; compartí la tarea de planificar, de imaginar cómo sería una cabañita hecha por los chavales, rodeada de frambuesa y moras y otras que dijo Javier, que sabe un rato de todo esto; aprendí qué es eso de la veza y el oxalis… Igual os parece una tontería, pero lo que más me gustó fue hacer avanzar el camino apenas un metro, picando y paleando, y llevando esa tierra oscura, con humus, fresca, al bancal donde ahora está plantada la veza y la lenteja, reemplazando la tierra arenosa, muerta, compactada por años y años de coches aparcados. Era una tarea simple, pero muy reconfortante: poder llevar el sustrato de la vida en una carretilla, poco a poco, al lugar donde se necesita. Sin pensar mucho más.
Y luego, como si hubiéramos estado vareando olivos desde las siete de la mañana, un señor aperitivo, con boniato y calabaza asada, con berenjena con anchoas, con quesico y clarete y pimientos de la Rioja con pavo y charleta («¿y si votamos a Equo?», y la prima y la sobrina de riesgo, y todas esas cosas).
¿Por qué os cuento todo esto? Pues porque quizá, si algunos de vosotros está en el mismo punto que estaba yo hace una semana, con niños que pueden jugar y cavar y sembrar y regar con los míos y los de Luis y Luis y Ricardo y JoseA y Gema y Martín y Rubén y Laura (y ya no me acuerdo de más…), con ganas de sentir que estamos construyendo juntos algo que vale la pena, pues quizá este correo sea el empujoncito que necesitábais.
Y porque seguro que así hay más aperitivos ricos que probar…
Un abrazo con pimientos,
Emilio